Por
Victor A. H. Segura
—¡Klaseck! —gritó Wallar, encantado con el libro que llevaba en la mano. La
portada decía: “Brevísima historia del tiempo”, por Stephen Hawking—. Mira lo
que encontré. Tal vez hallemos algo más sobre Él en este libro.
Klaseck hizo un gesto de fastidio y siguió arrojando libros al suelo, tras
leerlos completos en cuestión de segundos.
Ante el poco entusiasmo de Wallar, comenzó a ojear el libro, deteniendo su
lectura sobre las en frases que le llamaban la atención.
Atraía su curiosidad especialmente las teorías obsoletas sobre física. Con
todos sus estudios en la matriz de enseñanzas de física y química Queluec
encontraba risible la poca evolución de la humanidad en sus millones de años de
existencia. Había sido muy fácil someterlos con los rayos de antimateria a base
de hidrina.
Igualmente, fascinante era la extraordinaria coincidencia dentro del
sistema caótico del universo causante de que dos planetas alejados por más de
doscientos millones de años luz compartieran los mismos vocablos y sistemas de
comunicación escrita. Aunque virtualmente imposible, era así. Ambos sistemas de
comunicación de los planetas eran idénticos; esto había hecho más difícil el
sometimiento, pero por fortuna los sistemas de supresión de emociones habían
logrado evitar que los soldados cesaran sus ataques.
Pero no era su interés en la débil composición estructural de los humanos,
o el suceso minúsculamente probable lo que fastidiaba a su compañero de
exploración Klaseck, sino su fascinación por Él; era evidente que a él por el
contrario le daba miedo.
—Oye Wallar —preguntó Klaseck, arrojando el último libro sobre los muchos
que yacían en el suelo de las ruinas de esa biblioteca—. He estado pensando,
¿qué haremos si Él regresa?
—Pues, yo mismo he tenido sueños con ello —respondió Wallar, luego de haber
pensado unos segundos—. Me fascina la idea de encontrármelo, pero a la vez me
aterra. Si Él decide defender la tierra, estaremos en problemas, la resistencia
de los remanentes disidentes sería bastante… problemática. Tú mismo leíste de
lo que era capaz.
—Aun me sorprende que pueda existir un hombre con esas capacidades —Los
ojos blancos de Klaseck temblaron del miedo antes de cerrar los parpados
verticales en muestra de incomodidad.
—A mí me encanta —expresó Wallar, con el propósito molestarlo.
Wallar ignoró la mirada de molestia de su compañero y arrojó a la pila el
libro que hacía unos segundos había revisado. Sin dirigirle más palabras siguió
paseando buscando entre las estanterías en busca de algo que capturara su
interés. “El Mio Cid” fue el título que lo hizo lanzar un respingo de
inmediato. Lo tomó entre sus manos y lo leyó completo, unos minutos después se
decepcionó al no encontrar lo que quería. Rodrigo Diaz de Vivar era de temer,
pero no se le comparaba a él.
—Creo que es todo —soltó Klaseck, rompiendo el silencio mientras se
acomodaba su cabello blanco—. Aquí no hay diferencia de las demás bibliotecas.
Solo está la misma información de Él. La verdad, no sé porque a los altos
mandos les preocupa tanto, si claramente la información específica que su ciclo
vital terminó al final de su jornada. Es cosa del pasado, al igual que los
otros héroes de la humanidad.
—Deberías entenderlo, existe la posibilidad de que Él siga vivo, pues hay
textos que describen otro rumbo, aunque esos claramente son apócrifos no
podemos correr riesgos. Aunque las fechas son anacrónicas al ciclo natural de
vida de un ser humano, no debemos dejar ni una posibilidad; recuerda la
existencia de los humanos capaces de vivir mucho tiempo como Matusalén. Si Él
siguiera vivo, podría eliminarnos de inmediato. Los altos mandos piensan que no
podemos darnos el lujo de perder este planeta. Por eso tenemos que encontrar
alguna forma de vencerlo en caso de ser necesario, debería haber por aquí algún
registro de sus puntos débiles, además de los obvios. Aunque la verdad, de
seguir vivo, yo preferiría mantenerlo así y estudiarlo. Me interesa la
habilidad con la que es capaz de resistir tantos golpes sin recibir algún daño
serio.
—Estás loco, Wallar.
—¿Loco? Gracioso. Precisamente eso es lo que más me atrae. De Él decían lo
mismo —Wallar tomó un libro de la estantería y lo mostró a su colega con cierta
solemnidad, como si se lo presentara por primera vez—. Me siento identificado
con este hombre humano.
—No tienes remedio —Klaseck se encogió de hombros al ver como Wallar
admiraba la portada del libro—. Mejor vámonos, tendremos que buscar más de Él
en su tierra natal.
—De acuerdo —aceptó Wallar, sin despegar sus ojos del libro mientras sentía
que resplandecían las letras que la adornaban—. Espero encontrarlo pronto. Me
da miedo pensar que no lo encontráramos jamás.
—¿Te lo repito? —preguntó Klaseck, ya harto— ¡Se fue! ¡Está muerto!
—Tal vez, pero no siempre lo que se escribe en los libros de historia es
real —sostuvo entonces el libro con aun más fuerza, como si por el acto de
hacerlo las palabras de su compañero desaparecieran.
—¡Me retiro! Es cansado escucharte —Klaseck se dirigió hacia la salida.
—Si estuviera muerto… —se dijo Wallar, en voz baja—. ¿Por qué todo nuestro
ejército le teme desde que se descubrió este texto? Si no lo encontramos,
seguramente tendríamos que abandonar la conquista; he oído decirlo a los
líderes. Y no los culpo, cualquiera temería a un hombre que es capaz de matar
un ejército entero con una sola tajada de su espada.
Ya solo en la biblioteca, Wallar dejó el libro sobre la repisa, lo miró por
una última vez y las palabras “Don Quijote de la Mancha” de Miguel de Cervantes
Saavedra resplandecieron en su mente.
Se dio la vuelta y salió del lugar, preguntándose si podría ser capaz, de
resistir el miedo y la fascinación que le causaría mirar de frente a Don
Quijote.