miércoles, 24 de mayo de 2017

La búsqueda

Por Victor A. H. Segura

—¡Klaseck! —gritó Wallar, encantado con el libro que llevaba en la mano. La portada decía: “Brevísima historia del tiempo”, por Stephen Hawking—. Mira lo que encontré. Tal vez hallemos algo más sobre Él en este libro.
Klaseck hizo un gesto de fastidio y siguió arrojando libros al suelo, tras leerlos completos en cuestión de segundos.
Ante el poco entusiasmo de Wallar, comenzó a ojear el libro, deteniendo su lectura sobre las en frases que le llamaban la atención.
Atraía su curiosidad especialmente las teorías obsoletas sobre física. Con todos sus estudios en la matriz de enseñanzas de física y química Queluec encontraba risible la poca evolución de la humanidad en sus millones de años de existencia. Había sido muy fácil someterlos con los rayos de antimateria a base de hidrina.
Igualmente, fascinante era la extraordinaria coincidencia dentro del sistema caótico del universo causante de que dos planetas alejados por más de doscientos millones de años luz compartieran los mismos vocablos y sistemas de comunicación escrita. Aunque virtualmente imposible, era así. Ambos sistemas de comunicación de los planetas eran idénticos; esto había hecho más difícil el sometimiento, pero por fortuna los sistemas de supresión de emociones habían logrado evitar que los soldados cesaran sus ataques.
Pero no era su interés en la débil composición estructural de los humanos, o el suceso minúsculamente probable lo que fastidiaba a su compañero de exploración Klaseck, sino su fascinación por Él; era evidente que a él por el contrario le daba miedo.
—Oye Wallar —preguntó Klaseck, arrojando el último libro sobre los muchos que yacían en el suelo de las ruinas de esa biblioteca—. He estado pensando, ¿qué haremos si Él regresa?
—Pues, yo mismo he tenido sueños con ello —respondió Wallar, luego de haber pensado unos segundos—. Me fascina la idea de encontrármelo, pero a la vez me aterra. Si Él decide defender la tierra, estaremos en problemas, la resistencia de los remanentes disidentes sería bastante… problemática. Tú mismo leíste de lo que era capaz.
—Aun me sorprende que pueda existir un hombre con esas capacidades —Los ojos blancos de Klaseck temblaron del miedo antes de cerrar los parpados verticales en muestra de incomodidad.
—A mí me encanta —expresó Wallar, con el propósito molestarlo.
Wallar ignoró la mirada de molestia de su compañero y arrojó a la pila el libro que hacía unos segundos había revisado. Sin dirigirle más palabras siguió paseando buscando entre las estanterías en busca de algo que capturara su interés. “El Mio Cid” fue el título que lo hizo lanzar un respingo de inmediato. Lo tomó entre sus manos y lo leyó completo, unos minutos después se decepcionó al no encontrar lo que quería. Rodrigo Diaz de Vivar era de temer, pero no se le comparaba a él.
—Creo que es todo —soltó Klaseck, rompiendo el silencio mientras se acomodaba su cabello blanco—. Aquí no hay diferencia de las demás bibliotecas. Solo está la misma información de Él. La verdad, no sé porque a los altos mandos les preocupa tanto, si claramente la información específica que su ciclo vital terminó al final de su jornada. Es cosa del pasado, al igual que los otros héroes de la humanidad.
—Deberías entenderlo, existe la posibilidad de que Él siga vivo, pues hay textos que describen otro rumbo, aunque esos claramente son apócrifos no podemos correr riesgos. Aunque las fechas son anacrónicas al ciclo natural de vida de un ser humano, no debemos dejar ni una posibilidad; recuerda la existencia de los humanos capaces de vivir mucho tiempo como Matusalén. Si Él siguiera vivo, podría eliminarnos de inmediato. Los altos mandos piensan que no podemos darnos el lujo de perder este planeta. Por eso tenemos que encontrar alguna forma de vencerlo en caso de ser necesario, debería haber por aquí algún registro de sus puntos débiles, además de los obvios. Aunque la verdad, de seguir vivo, yo preferiría mantenerlo así y estudiarlo. Me interesa la habilidad con la que es capaz de resistir tantos golpes sin recibir algún daño serio.
—Estás loco, Wallar.
—¿Loco? Gracioso. Precisamente eso es lo que más me atrae. De Él decían lo mismo —Wallar tomó un libro de la estantería y lo mostró a su colega con cierta solemnidad, como si se lo presentara por primera vez—. Me siento identificado con este hombre humano.
—No tienes remedio —Klaseck se encogió de hombros al ver como Wallar admiraba la portada del libro—. Mejor vámonos, tendremos que buscar más de Él en su tierra natal.
—De acuerdo —aceptó Wallar, sin despegar sus ojos del libro mientras sentía que resplandecían las letras que la adornaban—. Espero encontrarlo pronto. Me da miedo pensar que no lo encontráramos jamás.
—¿Te lo repito? —preguntó Klaseck, ya harto— ¡Se fue! ¡Está muerto!
—Tal vez, pero no siempre lo que se escribe en los libros de historia es real —sostuvo entonces el libro con aun más fuerza, como si por el acto de hacerlo las palabras de su compañero desaparecieran.
—¡Me retiro! Es cansado escucharte —Klaseck se dirigió hacia la salida.
—Si estuviera muerto… —se dijo Wallar, en voz baja—. ¿Por qué todo nuestro ejército le teme desde que se descubrió este texto? Si no lo encontramos, seguramente tendríamos que abandonar la conquista; he oído decirlo a los líderes. Y no los culpo, cualquiera temería a un hombre que es capaz de matar un ejército entero con una sola tajada de su espada.
Ya solo en la biblioteca, Wallar dejó el libro sobre la repisa, lo miró por una última vez y las palabras “Don Quijote de la Mancha” de Miguel de Cervantes Saavedra resplandecieron en su mente.

Se dio la vuelta y salió del lugar, preguntándose si podría ser capaz, de resistir el miedo y la fascinación que le causaría mirar de frente a Don Quijote.

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