Por Luis Villegas
El ambiente estaba tenso. Como luego se dice, podría haberse
“cortado con un cuchillo”.
A ninguno de los comensales se le habría ocurrido declinar. Cualquier
invitación, de cualquier tipo, es, por definición, renunciable; pero no esta
vez, resultaba impensable hacerlo; no sería propio de cada uno de ellos. Estaban
ahí por la única y loca razón de revelarse contra un designio para instaurar
otro. A su modo, ésta era también una especie de “Última Cena”. Después de ese
día, nada sería igual para ellos y, con un poco de suerte, para un montón de
gente allá afuera.
Joel los observaba con fría calma; intentando develar, por los
altibajos de su temperamento, las debilidades de su carácter o las luces de su
inteligencia, el futuro de la velada.
Miguel se veía decidido; como siempre. De la multitud de empresas
que había arrancado hasta la fecha, desde engendrar hijos hasta cosechar vides,
unas habían prosperado y otras no, pero no se amilanaba fueran cuales fueran
los resultados. Él estaba dispuesto a jugársela, pues le basta con los para qué,
aunque no tuviera muy claros los cómo, ni los cuándo.
José, por el contrario, muy parecido a Miguel en su vocación
indeclinable de servicio, en su consagrada mansedumbre mezclada con una
voluntad indómita, en la tozuda certeza del éxito, se diferenciaba porque no
esperaba ningún tipo de póstumo honor a cambio de su entrega. José estuvo
dispuesto hasta el último momento a organizarlo todo para dar, al final, un
paso atrás en aras de lo que Santo Tomás llamó: “El Bien Común”.
Ignacio, sentado a la diestra de Miguel, no podía evitar mirarlo
de reojo y sentir el fuego de la envidia consumiéndolo. Detestaba esa
desfachatez risueña capaz de conseguir sus objetivos a lomos de la
despreocupación. Metódico, calculador, disciplinado, Ignacio era incapaz de tragar
bocado por estar preguntándose hasta el hartazgo: “¿Por qué no yo, carajo? ¿Por qué no yo?”; mientras escanciaba,
solícito, el vino en la copa del otro.
Vicente era el más callado. No era necesario que lo dijera, pero
era obvio que se avergonzaba de sus modestos orígenes: Del tostado color de su
piel, de su escaso vocabulario, de sus maneras torpes; suplía su timidez con un
valor que rayaba en la temeridad; era capaz de asaltar, él solo, una trinchera
enemiga; pero que no lo pusieran a hablar en público; que no le pidieran
pergeñar, a las carreras, un plan de acción porque entonces se quedaba mudo,
paralizado, como golpeado por un rayo. Las medallas y entorchados servían para
mitigar un poco la amargura de sus complejos.
Agustín resultaba en ocasiones repelente; de maneras untuosas, se
desenvolvía con soltura en cualquier parte: De los salones deslumbrantes de la
Corte, a la sucia parquedad de una modesta tienda de campaña; compartía el celo
voluntarioso de Miguel, pero no su indolencia; la inteligencia y habilidad de
Ignacio, pero no su abyecta sumisión; la altitud de miras de José, pero no su
disposición al sacrificio; el valor de Vicente, pero no su cortedad de miras.
Estaban repantigados en sus asientos, cómodamente instalados,
degustando entradas deliciosas y bebiendo un vino de sabor áspero. Fuera, Joel
hizo sonar una campanilla; los invitados comenzaron a salivar; estaba por
comenzar el banquete que, de tan fastuoso, parecía imposible de creer. El menú magnífico
resultaba digno de reyes, de emperadores, de príncipes: Del Káiser prusiano al
Zar ruso; del sublime Monarca del Celeste Imperio al Sha de Persia.
Cada quien arremetió con júbilo la encomienda a su cargo;
brillaron la enjundia de Miguel, la generosidad de José, la lucidez de Ignacio,
la voluntad de Vicente y la astucia de Agustín.
¡Si sólo hubieran conversado en profundidad, antes de adentrarse en
el salón iluminado y sentarse a la mesa! ¡Si sólo hubieran podido ponerse de
acuerdo antes de asistir a la invitación! ¡Si sólo se hubieran tomado un
cafecito, cuando menos!
Si lo hubieran hecho, habrían podido percatarse del extraño sabor
del vino que el pérfido Joel Poinsett les había estado sirviendo en el
transcurso de la cena entera. Para la media noche, los cinco estaban muertos,
abatidos, desparramados en sus sillas, con la cabeza caída y un hilo de bilis, sangre y baba, corriéndoles por
la barbilla.
Al término del convite, sorteando los cadáveres, fríos para
entonces, el mozo de la limpieza, Donaldo Clarín,[1] pasó a
recoger los candelabros, las fuentes, las bandejas, las copas, la vajilla y la
cuchillería de plata.
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